Hace unos días, estaba yo tomando tranquilamente el café amargo de todas las mañanas en la cafetería que hay de camino a mi oficina. Lamentablemente, la tranquilidad no tardaría en ser turbada por un grupo de señores trajeados y agitados, que irrumpieron en aquel lugar y decidieron sentarse, de entre todo el espacio vacío que reinaba en el local, en la mesa que tenía justo al lado. Por las acreditaciones que llevaban en el cuello, parecía que estaban allí por algún evento empresarial cercano.
Debo aclarar antes que nada, que mi intención no fue en ningún momento ser partícipe de aquella conversación, ni tampoco la de ser indiscreto, pero aun así, sus voces asaltaron mis tímpanos en contra de mi voluntad, por lo que puedo afirmar que secuestraron mi atención.
Al observarlos con un poco más de detalle, advertí que en aquel grupo había una chica joven, con acento francés, y que parecía desenvolverse bien entre aquella tropa de veteranos. Mientras esperaban la ronda de cafés, la Mademoiselle pareció retomar la conversación que estaban teniendo antes de transgredir mi ritual matutino. Básicamente, estaba explicando que formaba parte de un “grupo de ciclistas que no solo eran un grupo de ciclistas”, es decir, no se limitaban a hacer rutas en bici, sino que le daban una especie de sentido profundo y filosófico a aquella disciplina; también tenían su propia jerga con expresiones que solo ellos entendían, era como una sociedad, la sociedad de las bicicletas. Mientras la chica se expresaba con entusiasmo, aunque también con cierto recelo frente a aquellas caras estupefactas, uno de los señores la interrumpió:
- Vamos, una secta de bicicletas - Y soltó una breve carcajada, mientras apoyaba un brazo en la mesa y la otra mano en la cintura. El resto de compañeros lo secundó con sus risas.
En aquel momento se me escapó a mí también una pequeña sonrisa, no solo por la naturaleza de la reacción, sino porque aquel hombre dijo lo que todos estábamos pensando (sí, yo ya era uno más). La chica también se dio cuenta de lo que había dado a entender e intentó arreglarlo sin mucho éxito, aun así aceptó el fracaso con cierta elegancia.
Si bien no deja de tratarse de una anécdota, algo fuera de contexto, me atrevería a afirmar que aquella Mademoiselle no estaba siendo víctima de una secta new age, sino más bien de una estrategia comercial cada vez más popular: El concepto “comunidad”.
La verdad es que no hay nada de malo en que un grupo de deportistas quieran crear una comunidad, de toda la vida, eso se llama hacer equipo. El problema en este tipo de estrategias es el factor “trascendental” que pretenden añadirle a cambio de un abultado margen de beneficios. Se trata de convertir la marca en un movimiento y al suscriptor en una especie de adepto. En esta transacción nadie suele engañar a nadie (del todo), pero la camuflada línea que existe entre lo económico y lo genuino puede nublar fácilmente las expectativas de mucha gente.
Y es que el mercado no ha tardado en detectar las crecientes carencias de su público:
La identidad y el sentimiento de pertenencia.
Es evidente que la sociedad, especialmente los jóvenes, vive sumida en una crisis existencial. Se suelen señalar varios factores, como el deterioro de la institución familiar, de las tradiciones, de las raíces, etc. Pero todos estos motivos se enraizan en un mismo origen: la ausencia de Dios. La ruptura con nuestra identidad deriva directamente del rechazo hacia nuestro creador. Por lo tanto, la única forma en la que nuestra identidad puede alcanzar su plenitud es restaurando nuestra comunión con Él.
Esta falta de comunión, no identificada por la mayoría, se manifiesta en un anhelo confuso y desorientado, un delirio capaz de entregar el alma a cualquier cosa con tal de experimentar una pincelada de algo que despierte al “Yo”.
Pero la única forma de poder dar razón al “Yo” es descubrir que no se trata de una reivindicación, sino de una respuesta. La respuesta al “Tú” que Él nos ha dirigido primero.
No andéis solos
Aun pudiendo tener una “relación estable” con Dios, el cristiano de hoy en día no está libre de ciertos retos. Pues en muchas ocasiones, se encuentra inmerso en un silencioso camino de soledad, rodeado de un mundo empeñado en no ponérselo fácil, y el mal se hace más fuerte cuando uno anda solo.
Y si nuestro entorno social no siempre nos acompaña, la vida parroquial de la que estamos acostumbrados a participar en la Iglesia, en muchas ocasiones, tampoco nos ofrece este acompañamiento tan necesario. Muchas parroquias, o bien están vacías o bien solo albergan gente ya muy mayor con la que, por razones obvias, es difícil sintonizar.1
Pero el Espíritu Santo sabe ser oportuno, y la Iglesia es más resiliente de lo que solemos imaginar. En los últimos años, las comunidades dentro de la Iglesia han experimentado un resurgimiento notable, haciendo que esa experiencia territorial, también castigada por la evolución de las ciudades y su dinamismo, pivote (y a la vez se complemente), en lo que parece una estructura más carismática. Porque, aunque no podemos afirmar que los números estén ahora a nuestro favor, sí que podemos afirmar que nos estamos redimensionando de una forma providencial y viva.
Para muchos gurús del marketing, la “estrategia” de la Iglesia es un caso de éxito insólito. No pueden entender cómo ha conseguido sobrevivir tanto tiempo, cómo han logrado que sus “suscriptores” particípen de una forma tan comprometida y se adapten tan bien a los malos tiempos. Cada vez más instituciones (empresas, gobiernos, movimientos sociales etc.) intentan replicar este sentimiento de comunidad para fidelizar a sus miembros, pero a pesar de ser un mensaje poderoso, no logran que se extienda y perdure de la misma manera.
¿Cómo lo hacéis? preguntan. No lo hacemos nosotros, respondemos.
El Espíritu Santo está con nosotros.
Él se encarga de darnos lo que necesitamos en cada momento.
Hace unos días pregunté por mi cuenta de Instagram cuánta gente participaba de alguna comunidad dentro de la Iglesia Católica, y me sorprendió gratamente la variedad de respuestas que obtuve: Órdenes, congregaciones, movimientos, prelatura(s)2 etc. Todo tipo de estructuras que nos brinda la Iglesia para poder servirla mejor y sentirnos más acompañados. Incluso el que queda con sus amigos para rezar, ir a misa o hablar de Dios, ya está viviendo en comunidad. Sin embargo, es importante aseguraros de contar con el apoyo de la Iglesia, sea a través de un sacerdote o de cualquiera comunidad aprobada.
Cada vez más fieles recurren a medios que les permiten desarrollar su vocación como laicos. No solo para vivir en comunidad, sino también para poder aprovechar sus talentos y carismas al servicio de la Iglesia. Así que a todo aquel que se pueda sentir solo, que no dude en buscar o incluso formar comunidades en el seno de la Iglesia Católica. Pues solo así venceremos al mal, juntos.
"Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho. […]
Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? […] ¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente.
San Pablo, 1 Corintios 12
No pretendo hacer ningún llamamiento a dejar de acudir a las parroquias de nuestros barrios, sino más bien a intentar complementarlas con un acompañamiento adecuado.
Quien quiera entender, lo entenderá